lunes, 15 de abril de 2013

Ffyd

El círculo dibujado en la tierra brillaba tenue­mente. Miles de pequeños trazos conforma­ban el diseño curvilíneo, un entramado má­gico, milenario y poderoso. Había sabiduría allí, incluso los simples humanos podían percibirlo.
El sello del suelo se iluminaba de manera intermi­tente. Azul, verde, rojo, amarillo. Los colores se suce­dían una y otra vez, a medida que las letanías toma­ban fuerza.
Sentados al borde mismo del diagrama, cuatro monjes rezaban incansables. Ocultaban sus rostros tras las capuchas de sus hábitos y sus manos se mo­vían lenta, rítmicamente. Dibujaban y desdibujaban los trazos del círculo, que adquiría más brillo en tan­to sus voces se elevaban potentes.
Llevaban días así, cruzados de piernas, con los ojos cerrados y un único anhelo.
Cuando el mal todo lo cubre y destroza a su paso la vida y el futuro de todos -sin diferenciar clase social, edad o raza-, entonces sólo queda la fe.
La fe… los monjes sabían que esto era lo último que les quedaba. Si fallaban, los pueblos caerían víctimas de su error. No importaba el dolor de sus cuerpos a causa de la postura incómoda, tampoco la sangre que manaba de sus dedos allí donde la piel se había agrietado a causa de ir y venir por el suelo. Sólo valía su tarea, debían despertar la fe. No tenían otra alter­nativa.
Conocían el procedimiento, aún cuando el sello an­terior había sido abierto siglos atrás. Sabían que, de un momento a otro, podrían verlo nacer. Por eso de­bían mantener los ojos cerrados. Sólo así, en la quie­tud de sus pensamientos, serían capaces de observar­lo y darle la vida que precisaba.
Un destello brilló tenue, sutil, y los cuatro sabios pu­dieron sentirlo a la vez. El ritmo de los ruegos cambió en ese momento, mientras se internaban en la tarea de conferirle los rasgos que lo caracterizarían.
Con cuidado, fueron trazando una a una las esca­mas. Fuertes como el diamante, deli­cadas como pétalo de flor. Pequeños escudos que ga­narían su poder al unirse entre sí cubrirían todo el cuerpo. Ninguna flecha, ninguna bala, podría atra­vesar aquella co­raza.
Prosiguieron lue­go con la cabeza, cuello y cola, que darían balance al enorme cuerpo que estaban dia­gramando. Fuertes músculos permiti­rían un movimien­to fluido, no habría humano o animal en el planeta ca­paz de imitar sus acciones.
Garras y patas ocuparon su lugar. Conferirían a su poseedor la posi­bilidad de desplazarse por el sue­lo con rapidez y maestría. A pesar de su tamaño, se­ría increíblemente sigiloso y ante las miradas atentas, pasaría desapercibido en las montañas donde el enemigo habitaba.
Las alas llegaron entonces. Sublimes y colosales, serían capaces de elevar en vuelo a su dueño, ge­nerando fuertes ráfagas de viento helado. Sería rey no sólo de la tierra, sino también del aire.
La fe debe cubrir todos los planos, superarlo todo, para vencer los miedos y ganar las batallas y guerras por venir.
Por último, en el centro de su pecho encendieron una chispa de fuego divino. Fuego puro, capaz de salvar la vida de los inocentes y darle muerte a los bárbaros.
Los monjes abandonaron por un instante sus ruegos y analizaron con detenimiento la obra que habían creado. Era perfecta. Su fe era perfecta y perfecto re­sultaba también su trabajo al dar vida a tan especta­cular ser.
Sólo restaba influirle el primer respiro y encomen­darle la misión por la cual lo habían creado. Eso les arrancaría su propia vida, más su existencia se redu­cía en aquel momento a darle una oportunidad a las generaciones futuras.
Habían visto ya demasiado dolor y sufrimiento. Sa­crificarse por el bien de todos era lo mejor que po­dían hacer.
Con voz grave, comenzaron a murmurar una única palabra… “ffyd”.
Un rugido resonó en aquel escondido lugar y cua­tro cuerpos sin vida cayeron sobre el suelo. Flotando sobre los cadáveres surgió su anhelo. Un magnifico dragón de piel tornasolada.
Ffyd, el último dragón de fuego mágico había des­pertado. Lloró la muerte de sus creadores mientras se abría paso volando por lo alto. Debía cumplir la tarea que le habían dado. Exterminaría al villano que gobernaba el mundo, daría luz y esperanza a los hu­manos que habían clamado por ayuda y jamás ha­bían perdido la fe.
Los poetas narrarían luego sus hazañas… más eso es parte de otra historia.


Nos leemos pronto!

1 comentario :

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